Mi ánimo estaba más bajo que una pelota pinchada: tito Joan se había ido y el tiempo tampoco ayudaba, con nubes grises y viento que me despeinaba el bigote. Salimos a mediodía, lentamente, como quien se despereza después de un mal sueño. Primera parada, un súper cercano: papi llenó bolsas, yo olfateé todas las cajas sin encontrar ni un solo bocado decente.
Luego a la carretera, y no a cualquier carretera: rodeamos todo Dublín por la M50. Resulta que es de peaje, pero sin taquillas, así que hay que pagar “voluntariamente” en la página web. Lo divertido fue que al meter la matrícula también nos dijo que teníamos alguna multa pendiente. Ni idea de qué era, porque para verlo hace falta un número de expediente y nunca nos llegó nada. Yo solo pensé: “¡vaya lío humano!” y me senté a mirar el paisaje.
Más tarde paramos en un aparcamiento al lado de la carretera, en Glen of the Downs. Allí se siente el aire fresco de la montaña mezclado con el aroma a hierba y tierra mojada. Comimos en la cámper y luego dimos un paseo por el parque natural Glen of the Downs Nature Trail. No hay mucho que ver, salvo una ruina curiosa llamada The Octagon, un edificio del siglo dieciocho que servía como pabellón de caza y mirador. Hoy parece una cabeza hueca entre los árboles, pero me entretuve olfateando cada rincón y marcando mi propio territorio sobre piedras y raíces.
Volvimos a la cámper y salimos casi a las siete. Para dormir el aparcamiento anterior era un poco ruidoso, pegado a la carretera, con camiones que rugían como lobos metálicos. Repostamos agua y diésel, y seguimos hacia el sur, parando en una estación de servicios Applegreen donde papi Edu se dio una ducha gratis. Yo solo me limité a revolcarme un poco en la hierba mientras él se enjabonaba.
Terminamos la ruta en un aparcamiento al norte de Wicklow, frente a la costa. Aquí nos quedaremos a dormir. Antes de recogernos, dimos un paseo por el paseo marítimo, si es que a eso se le puede llamar paseo: carteles por todos lados diciendo haz esto, no hagas aquello, cuidado con aquello otro… parecía que cada metro tenía su propio reglamento. Yo pensé: “Si sigo todas las normas, no me muevo ni un centímetro”, así que improvisé, corrí un poquito y me sentí el rey del litoral.
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