Día 133:

 

Laragh – DUB🛫 – Malahide

Del Guinness Lake al adiós de tito Joan y noche en Malahide

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La noche en el aparcamiento fue tranquila dentro de lo que cabe. El viento seguía dando guerra, pero los árboles nos abrazaban como guardianes silenciosos y nos permitieron dormir sin sobresaltos. Por la mañana no había prisa, y eso es un lujo: desayunamos con calma, estiré las patas, olí el aire húmedo de la montaña y nos pusimos en marcha pasadas las once, como quien empieza el día después de darle muchas vueltas a la pereza.

Media hora de coche más tarde nos plantamos en lo alto de un mirador que daba al famoso Lough Tay. Y os prometo que pocas veces he visto algo tan peculiar. Desde allá arriba, el lago parecía una taza de Guinness servida con precisión de camarero experto. El agua, oscura como una pinta recién tirada, y en una de sus orillas una franja clara de arena que hacía de espuma. No es casualidad que lo llamen “Guinness Lake”, ya que durante generaciones perteneció a la familia Guinness, los reyes de la cerveza irlandesa. El único problema era el viento: fuerte, frío, caprichoso, tanto que andar por allí habría sido como jugar a perseguir pelotas en medio de un huracán. Así que nada de paseíto, nos limitamos a contemplar aquel espectáculo natural y volvimos al coche.

Más de una hora de carretera después llegamos a Saggart. El plan era parar a comer algo, pero pronto se vio que no había nada apetecible ni mucho menos pensado para un perro con mi nivel de refinamiento. Al final papi Edu y tito Joan entraron en un supermercado y salieron con bolsas llenas de lo que ellos llaman “provisiones” y yo llamo “cosas sin olor a carne”.

Por suerte, a los diez minutos estábamos en el Corkagh Park, un pulmón verde enorme y cuidado con mimo. Mientras ellos masticaban su comida sentados en la cámper, yo planeaba la ruta: olfatear cada esquina, marcar territorio con elegancia y saludar a todo aquel humano que quisiera acariciar mis orejas. Paseamos por caminos anchos que se abrían como avenidas entre praderas, árboles altísimos que crujían con el viento. Disfrutamos del paseo sin prisas, dejándonos llevar por la calma del lugar.

Cuando el sol ya empezaba a girar hacia la tarde, volvimos al coche. Esta vez por autovía, recta y rápida, con el rugido de los camiones acompañándonos. El destino era, atención, Ikea. Sí, Ikea. El paraíso de las albóndigas suecas, pero paradójicamente no para mí. Papi Edu y tito Joan se fueron dentro y salieron muy contentos porque habían tomado café gratis. Yo mientras tanto esperaba en el coche. Gratis para ellos, aburrido para mí. Ni una galleta, ni un mordisquito de salmón ahumado.

El reloj ya rozaba las siete y media cuando llegamos al aeropuerto. Allí tocaba el momento menos agradable del día: despedirnos de tito Joan, que tenía vuelo de regreso a Barcelona. Yo le di un buen lametón de “hasta luego” y me quedé quieto, con esa mezcla de pena y resignación que sentimos los perros cuando alguien de nuestra manada se va. Lo vi alejarse con su mochila, mientras papi Edu me acariciaba la cabeza y me decía que seguiríamos juntos, como siempre, tirando millas.

Y así fue. Conducimos hacia un lugar que ya es casi casa: el aparcamiento junto al estuario de Malahide. Allí hemos dormido varias veces y cada vez se siente como reencontrar a un viejo amigo. El viento ya no sopla con furia, solo murmura bajito entre las hierbas. Hay unas cinco cámpers y autocaravanas más, discretamente alineadas mirando al agua. Aparcamos, nos instalamos y respiramos aliviados. El día ha sido largo, con lagos de cerveza, parques infinitos, cafés gratis y despedidas.

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