Hoy ha sido uno de esos días en los que no pasa “nada”… pero pasan muchas cosas igual. Porque cuando eres perro viajero con humano indeciso, cada kilómetro trae su propio teatro.
Despertamos en Vernix, nuestro nidito verde del silencio, y esta vez salimos a una hora que no da vergüenza contar. No había monumentos que visitar, ni bunkers, ni playas históricas. Hoy tocaba desplazarnos porque tenemos un plan… bueno, un plan versión papi Edu: algo difuso, movible y que se decidirá en el último semáforo. Pero la dirección sí estaba clara: sur.
Nos subimos al coche y tiramos por autovía, sin peaje, claro. Avanzamos unos 80 kilómetros, que en nuestro mundo equivalen a tres bostezos largos, dos cambios de postura y una mirada acusadora por minuto. Tengo que confesar algo: últimamente llevo fatal lo de viajar en coche. No sé si es cansancio, aire francés o falta de sobornos de jamón, pero cada curva me mira mal.
Paramos en un área de descanso a mitad de camino para estirar patas y pulmones. Papi dice que es para mí, pero yo sé que él también necesita mover sus huesos antes de convertirse en estatua con barba.
Para el mediodía encontramos un sitio precioso que ni salía en Park4Night. Un claro en un bosque al noreste de Rennes, con sombra, silencio y olor a tierra húmeda. Comimos en la cámper y luego dimos un buen paseo entre árboles altos. Yo olí raíces, hojas, ramas, pis de zorro y un hongo sospechoso que quería adoptarme. El tiempo ahí pasó tan rápido que podíamos habernos quedado a dormir. De hecho, papi lo guardó en Park4Night, como quien guarda una galleta para después.
Pero sobre las seis decidió que era mejor acercarnos un poco más a Rennes, que queremos visitar mañana (si no nos distrae un queso o una rotonda). Abrimos Park4Night otra vez y encontramos un sitio curioso para dormir: en pleno campo, al lado de un canal y junto a una esclusa llamada *Écluse de la Charbonnière*. Las esclusas, para quien no tenga olfato náutico, son como ascensores de agua que suben y bajan barcos por los canales. Esta tiene casita antigua, compuertas de madera y aire de postal de otro siglo.
Estamos rodeados de vistas 360 grados: campo, árboles, agua y cielo, sin edificios ni ruidos de ciudad. Parece que estamos solos en mitad del planeta. Bueno, hasta que papi me sacó a pasear por el canal y vimos que hay bastante movimiento: humanos corriendo, ciclistas con cara de sufrimiento voluntario, perros en modo explorador y paseantes que saludan como si nos conocieran desde la guardería.
Ahora el sol se esconde, el canal se queda quieto y la cámper se convierte en madriguera. Hoy no vimos catedrales ni playas, pero avanzamos, comimos rico, descubrimos un bosque secreto y acabamos con agua al lado. Yo lo llamo turismo zen sobre ruedas. Papi lo llama “mañana ya veremos”.
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