¡Hoy empezamos el día como perros civilizados y no como vagabundos nocturnos espantados por bellotas! A una hora razonable —ni madrugada ni casi comida— salimos a explorar el Lac des Oiseaux con sol, calma y plumas.
La vuelta entera al lago son unos dos kilómetros y medio, pero nosotros tardamos casi una hora porque papi se puso en modo “documental de naturaleza” y le hizo sesión fotográfica a todos los cisnes, patos y pájaros con cuello. Yo olí cada orilla, perseguí brisas sospechosas y supervisé el perímetro como buen sabueso de lagos franceses.
Pasado el mediodía arrancamos la cámper y media hora después llegamos a Le Lude. El pueblo tiene un castillo que, en fotos de Google Maps, parece recién sacado de un cuento con dragones, princesas y coche antiguo descapotable. Es un château renacentista enorme, con siglos encima y jardines de esos que cuesta mantener hasta con siete jardineros aburridos. Pero tiene un muro tan alto que desde fuera apenas se ve un trozo de torrecita y algo de fachada. Bonito, sí, pero pagar 12 euros para no dejarme entrar a mí… ¡va a ser que no! Si no puedo oler las alfombras, no merece la pena.
Dimos un paseo por el pueblo, que a la hora francesa de comer estaba más muerto que la wifi en un túnel. Calles bonitas, tiendas cerradas, olor a pan antiguo y silencio digestivo.
Después volvimos al coche y una hora más tarde aparcamos en un lugar precioso al lado de un lago de pesca. Ahí comimos en la cámper, papi se sentó al sol y yo rodé por el césped como croqueta con patas. Estaba tan a gusto que por un momento pensé que nos quedábamos ahí para siempre, viviendo de migas y ocasional olor a pez.
Pero no, a media tarde hicimos otro mini traslado, unos veinte minutos, hasta un pueblo llamado Trôo (con acento y todo, que da prestigio). Aparcamos en un estacionamiento grande y vacío, como si lo hubieran reservado para nosotros.
Trôo es una joyita excavada en la roca, literalmente. Hay casas-cueva por todas partes, muchas convertidas en alojamientos rurales o B&B con entrada excavada y ventanas que parecen ojos en la piedra. Se parece a Sacromonte, en Granada, pero en versión francesa y sin guitarras a medianoche.
Nos encontramos con un sendero señalizado que recorre los puntos más curiosos del lugar. Primero vimos una panadería antigua metida en una cueva: *Le Vieux Fournil de Jérôme*. Desde fuera se nota que hace décadas que no hornea ni una miga, pero uno puede imaginarse hogazas saliendo del horno excavado, con panaderos llenos de harina hasta las cejas.
Luego bajamos a una cueva con fuente, más bien una cisterna natural en forma de pozo escondido bajo roca. Al fondo hay una especie de estatua o lápida vigilando, como guardián acuático de otro siglo. El agua es tan clara que parece vidrio, y la gente lanza monedas que flotan como si estuvieran suspendidas en el aire. Yo me asomé y casi me caí dentro intentando entender dónde empieza lo mojado.
Subimos después hasta la iglesia colegiata de Saint-Martin de Trôo, una construcción de piedra con vistas de pájaro y aire medieval. Muy cuidada, silenciosa y tan tranquila que mis uñas sonaban demasiado fuerte al andar. Al lado está La Butte, una colina alta a la que se sube por un sendero en espiral. Desde arriba se ve todo el valle y las cuevas como si fueran madrigueras nobles.
El pueblo nos encantó. Casi sin coches, sin ruidos, con casas raras y caminos que parecen escenas de cuento. Después de meses de ver iglesias, castillos y pueblos históricos hasta que las piedras nos hablan, esto fue algo diferente. Pasamos casi dos horas paseando, husmeando y guardando fotos mentales.
Cuando ya el sol empezaba a bajar, nos fuimos a buscar sitio para dormir. A menos de diez minutos encontramos gracias a Park4Night un rincón curioso detrás de una iglesia cerrada en una aldea minúscula. Y por milagro, llegamos aún con luz del día, no casi a oscuras como siempre.
Nos instalamos y al poco pasó un hombre en coche blanco. Se paró, habló con papi en francés, súper amable, y nos dijo que no había problema en pasar la noche allí. Y que si alguien preguntaba, mencionáramos “el del coche blanco” como salvoconducto oficial. Así que aquí estamos, en silencio total, techo sin bellotas y sensación de pueblo fantasma pero amable.
Hoy, en vez de guerra mundial o carreteras imposibles, tuvimos lago tranquilo, castillo inaccesible y un pueblo troglodita encantador. Y esta noche, si nada explota sobre el techo, pienso dormir como un lirón con licencia canina.
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