Día 129: Ballymartle Woods – Cork – Lissava

De la ciudad de Cork a un bosque con dos estrellas.

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🐾 Tito Joan en el laberinto de la catedral de Cork ⛪🌀

La noche en el bosque de Ballymartle fue tan tranquila que hasta los búhos parecían haber apagado el despertador. Silencio total, sin sirenas, sin coches y sin fantasmas del cementerio inclinado que estaba allí cerca. Lo mejor es que el lugar ni siquiera salía en Park4Night… hasta que papi Edu, como buen explorador digital, lo añadió para que otros humanos y perrunos puedan disfrutarlo.

Salimos tarde, sobre las once de la mañana, con rumbo al norte. Nuestro destino: Cork. Aparcamos al norte del centro y bajamos andando, porque una ciudad se huele mejor a paso de perro.

La exploración fue toda una aventura urbana. Paseamos por el Victorian Quarter, con sus edificios elegantes y fachadas que parecían querer contarnos historias. Luego llegamos a Saint Patrick’s Street, la arteria principal de la ciudad, llena de tiendas y gente que iba de un lado a otro como hormigas con prisa.

El Mercado Inglés me dejó loco de olores. Resulta que abrió en mil setecientos ochenta y ocho y todavía hoy sigue vendiendo productos frescos como si nada hubiera cambiado. Allí se pueden encontrar quesos, pescados, panes y hasta especias de lugares lejanos. Yo pensaba: “Si este mercado lleva más de dos siglos funcionando, seguro que también hay un hueso guardado para mí en algún rincón”.

Cuando el hambre apretó nos sentamos en la terraza de un pequeño restaurante, justo de camino a la catedral. Yo me coloqué estratégicamente bajo la mesa, esperando alguna migaja caída del cielo.

También vimos iglesias que parecían castillos sagrados y murales coloridos que daban vida a las paredes grises. Cada esquina era una sorpresa. Pero la verdadera joya fue la catedral de St. Fin Barre. Solo la vimos por fuera, aunque su historia impone: dicen que en el siglo séptimo ya había aquí un monasterio fundado por San Fin Barre, patrón de Cork, y que la catedral actual se levantó en el siglo diecinueve. Sus tres agujas apuntan al cielo con tanta fuerza que parece que pinchan las nubes.

A su lado descubrimos un pequeño laberinto, un regalo moderno para los visitantes. Yo corría dentro como si buscara el tesoro sagrado de los perros. Para mí no había salida ni entrada, era todo un juego de giros con olor a hierba fresca.

Cuando el hambre apretó nos sentamos en la terraza de un pequeño restaurante, justo de camino a la catedral. Yo me coloqué estratégicamente bajo la mesa, esperando alguna migaja caída del cielo.

Más tarde dimos un paseo tranquilo junto al río Lee, que serpentea entre los edificios como si jugara al escondite. Pero el cielo decidió fastidiarnos: empezó a llover. Papi Edu, que tiene alma de caballero medieval, me cogió en brazos y me metió bajo el paraguas. Yo iba como un rey, con las patitas colgando, mientras los humanos se mojaban más que yo. Confieso que me sentí el emperador de Cork en ese momento.

A las cinco de la tarde nos subimos al coche y cogimos la autopista M8 rumbo al norte. Paramos en una estación Circle K porque papi Edu y tito Joan querían ducharse. Pero el empleado nos dijo que la ducha no funcionaba. ¡Mentira! Yo lo olí desde fuera: ese sitio tenía ducha, lo que no tenía era ganas de dejarla usar. Al final solo repostamos diésel y agua.

Antes de llegar a Cahir encontramos un sitio estupendo para dormir: Scaragh Woods. El lugar tiene en Park4Night solo una reseña y con dos estrellas, pero nosotros pensamos lo contrario. Un bosque tranquilo, con buena pinta y espacio de sobra para nuestra cámper. Puede que otros lo vieran aburrido, pero para mí era perfecto.

La lluvia no para, golpea el techo de la cámper como si quisiera entrar a cenar con nosotros. Pero yo me acurruco en mi rincón, escuchando ese tamborileo húmedo, feliz de haber vivido un día de ciudad, historia y naturaleza.

Así cerramos la jornada: empapados de lluvia, sí, pero también de nuevas aventuras.

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