Día 174:

 

Gavarnie – Col du Tourmalet

Entre circos y montañas sin payasos

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Nos despertamos con sol radiante y el aire tan limpio que olía a aventura (y a tostadas, que tampoco está mal). Papi Edu parecía de buen humor, lo cual ya es señal de que había dormido más de dos horas seguidas, algo tan raro como ver un gato chapoteando en un río. El cambio de hora había hecho su magia: salimos antes del mediodía. Bueno, técnicamente después de las once, pero eso ya es “temprano” en nuestro calendario cámperil.

Solo condujimos unos cientos de metros antes de aparcar al lado de la carretera, en el último sitio gratis antes del pueblo de Gavarnie. Gratis, mi palabra favorita después de “premio”. Desde allí bajamos andando al pueblo, menos de veinte minutos hasta el aparcamiento oficial donde aparcar cuesta ocho euros. Ocho euros para dejar el coche quieto... ¡y luego dicen que los perros somos los que no hacemos nada!

Atravesamos el pueblo, que tenía un poco más de vida que ayer pero todavía tenía pinta de estar medio dormido. Tiendas cerradas, terrazas vacías, y un aire de final de temporada. Luego empezó lo bueno: un sendero ancho que lleva hasta el famoso Cirque de Gavarnie. Y para los que ya estáis imaginando payasos, trapecistas y elefantes: no, este “circo” no tiene nada de eso. Es un anfiteatro natural gigante, con paredes de roca tan altas que te entra tortícolis solo de mirarlas. Y en el centro, una cascada espectacular que cae desde más de cuatrocientos metros. Vamos, que si me tiro yo desde ahí, ni con siete vidas de gato me salvo.

El paseo fue precioso, aunque había bastante gente. En verano tiene que ser un atasco de humanos con bastones. Llegamos hasta el hotel du Cirque et de la Cascade, el último punto antes del territorio prohibido para perros. Allí, un cartel muy simpático nos recibió: “Perros hasta aquí. Si pasas, 135 euros de multa.” No sé qué clase de perros peligrosos creen que somos, pero os aseguro que lo único que habría mordido era un bocadillo de jamón.

Papi Edu se quedó mirando el cartel, suspiró y luego me ató al poste del propio letrero. Yo ladré mi protesta, pero él me prometió que solo iría unos minutos para hacer fotos. Caminó unos cien metros más y luego gritó: “¡Sí que hay un mirador guapo aquí!” Pues claro, podían haber puesto el límite allí, no en medio del camino. En fin, humanos y su sentido de la lógica.

A su vuelta, nos dimos la vuelta por un sendero más estrecho y tranquilo. El sol y pegaba y el aire tenía ese olorcillo de bosque húmedo y hojas secas que me encanta. Volvimos al coche, subiendo otra vez la cuesta al revés (que cuesta más, aviso).

Pero la aventura no había terminado. Cogimos el coche y pusimos rumbo al Barrage d’Ossoue, una pequeña presa a unos ocho kilómetros. La carretera parecía sacada de una película georgiana: piedras gordas, curvas locas y paisajes de esos que te dejan callado hasta a mí, que no suelo estarlo. Allí arriba, otro cartel de “Zone réglementée – chiens interdits”. De verdad, si cada cartel prohibitivo diera puntos, hoy habríamos desbloqueado el modo experto.

Papi aparcó y me dejó en la cámper (yo vigilando como siempre), mientras él salió a sacar fotos del lago. Dijo que estaba bien, aunque tenía poca agua, pero aun así se veía bonito, con las montañas al fondo.

Después, bajamos otra vez por la misma carretera y paramos en el mismo sitio donde habíamos dormido la noche anterior, pero solo para comer. Nada como una buena comida con paisaje de fondo. Luego, con el estómago lleno y el depósito también, dejamos atrás Gavarnie y sus zonas “no perrunas”.

El siguiente destino: el Cirque de Troumouse. Otro anfiteatro natural, otro lugar de esos que hacen sentir pequeñito hasta al ego de un gato. Veinte kilómetros de curvas y subidas hasta más de dos mil metros. Y sí, adivinad qué: “Zone réglementée – chiens interdits”. No sé quién regula esas zonas, pero me gustaría enviarle una carta educada con unas cuantas marcas de dientes.

Papi aparcó arriba, me dejó calentito en la cámper y se fue a ver el circo. Diez minutos a pie, dijo, y volvió encantado. Dice que era impresionante, pero que lo de prohibir perros en todos esos paisajes es un auténtico circo, y no precisamente del bonito.

El plan era dormir por allí, fuera de la zona prohibida, pero el móvil marcaba señal cero patatero. Sin datos, sin mensajes, sin nada. Y eso a papi Edu le da urticaria. Así que bajamos enseguida. De todas formas, el sitio tenía poco encanto para pasar la noche.

Condujimos más de una hora, pasando por Gèdre, Luz-Saint-Sauveur y Barèges, mientras el sol se escondía detrás de las cumbres. Finalmente llegamos al Col du Tourmalet, uno de esos nombres que suenan a historia ciclista y a piernas temblando. Es un puerto mítico del Tour de Francia, con rampas tan empinadas que hasta yo sacaría la lengua (más).

Arriba, ya de noche cerrada, encontramos un sitio entre dos estaciones de telesilla. No se veía gran cosa, pero tenía pinta de ser guay. Afuera hace un frío de los que te congelan hasta las ganas de salir a mear, pero aquí dentro estamos calentitos, arropados por el silencio de la montaña y el ronroneo de la calefacción.

Mañana, quién sabe qué nos espera. Pero hoy, entre circos sin payasos, montañas con historia y carteles que dicen “no perros”, me voy a dormir pensando que la vida del aventurero peludo tiene más emociones que el mejor de los shows.

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