Día 173:

 

Asté – Gavarnie-Gèdre

El circo sin payasos, pero con montañas gigantes.

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No todos los circos tienen payasos. Algunos, como el de Gavarnie, solo tienen montañas gigantes que se miran entre sí como si compitieran por ver cuál es más alta. Yo, desde mi altura perruna, voto por la de la izquierda.

Hoy salimos a una hora decente —aunque, entre nosotros, fue gracias al cambio de hora más que a nuestras ganas madrugadoras. Media vuelta del reloj y ¡tachán!, parece que somos puntuales. En un tirón llegamos a Gavarnie-Gèdre, un nombre que suena a cuento y a montaña rusa todo en uno. Papi Edu dice que hemos venido a ver el Cirque de Gavarnie. “No hay payasos, ¿eh?”, me aclara enseguida, como si me viera esperando malabares o un elefante en equilibrio sobre una bola. Este circo es otra cosa: un anfiteatro natural de roca, uno de los más grandes de Europa, con paredes que rozan los tres mil metros. Y yo que pensaba que mi cama era alta cuando subo con impulso.

Pero claro, para verlo de cerca hay que caminar un buen rato. Y como el hambre nos mordía el estómago (a papi Edu más que a mí), decidimos dejar la gran excursión para mañana. Antes, subimos con el coche hasta el Col de Tentes, a más de dos mil doscientos metros de altura. Desde allí se puede llegar caminando hasta el Port de Boucharo, justo en la frontera con España. Papi me explicó que antiguamente por ahí cruzaban pastores, contrabandistas y peregrinos… Yo escuchaba atentamente, aunque confieso que lo de “contrabandistas” me sonó a “perrobandistas” y ya me imaginaba una banda de canes pasando chorizos de un lado a otro.

Por desgracia, los perros no somos bienvenidos en esa zona del Parque Nacional. “Zone réglementée”, dice el cartel. Papi suspiró, bajó del coche, sacó unas fotos del paisaje y poco más. Yo me quedé vigilando la camper, que es mi especialidad. Luego volvimos a bajar hacia el valle.

Fuera de la zona regulada hay sitios guays para aparcar, comer o dormir, pero allí no hay señal de teléfono. Así que seguimos un poco más y encontramos un lugar estupendo justo al oeste del pueblo. No es un camping, ni un aparcamiento de pago, sino una antigua cantera abandonada, con vistas que quitan el hipo (y el ladrido). Allí aparcamos y comimos calentitos. Con buena cobertura y todas las barras de tranquilidad posibles.

Por la tarde, hicimos una excursión. Bajamos por un sendero que parece parte del Camino de Santiago. Salté charcos, olí mil cosas y guié a papi como buen perrogrino. Pasamos por el pueblo —bastante tranquilo, o como dice papi, “muerto”— y vimos una catarata que rugía como un dragón con tos. Luego volvimos por la carretera, unos cinco kilómetros en total. Una rutita corta, pero llena de aire puro y viento frío de montaña.

Llegamos al coche antes de las seis. Con la hora de invierno, el sol se esconde rápido, como si tuviera prisa por meterse en la cama. Fuera soplaba un viento que parecía venir directo de Siberia, pero dentro de la camper el aire olía a sopa caliente y felicidad.

Esta noche dormiremos aquí, al abrigo de las rocas. Si el viento canta demasiado, siempre puedo acurrucarme más cerca de papi. Total, no hay payasos, pero este circo natural ya tiene su propio espectáculo.

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