No os voy a mentir: hoy nos lo hemos tomado con una calma tan épica que hasta una tortuga con jet lag nos habría adelantado. Papi Edu y yo nos levantamos sin prisa, desayunamos tranquilos y, cuando por fin decidimos mover el culo —bueno, más bien el coche—, ya era la una del mediodía. ¡Ni los caracoles viajan tan tarde!
Nos pusimos rumbo al suroeste, que suena muy aventurero, pero en realidad fue más bien un paseo de domingo con peaje incluido. Papi Edu bufó un poco cuando vio la barrera, pero luego se animó al ver que solo eran dos euritos y pico. Para ser Francia, casi una ganga.
Paramos en un Lidl en Saint-Gaudens (otro sitio con nombre que parece inventado por alguien que jugaba al Scrabble) para unas compras rápidas. Yo aproveché para inspeccionar el aparcamiento y dejar mi firma olfativa en los puntos estratégicos, porque un bodeguero con principios no viaja sin marcar territorio.
Después buscamos un rincón al borde del campo para comer en la camper. Papi Edu preparó su comida y yo observé atentamente el proceso, con la mirada fija y el hocico en modo radar. Nada cayó al suelo, maldita sea. Luego una siestecita breve —porque no hay nada mejor que dormir con olor a hierba fresca y motor caliente— y seguimos camino.
Paramos a repostar en un Auchan, donde el diésel estaba tan barato que papi Edu sospechó de conspiraciones internacionales. Yo solo sé que el olor a gasolina me dio ganas de estornudar tres veces seguidas.
A medida que avanzábamos, el paisaje empezó a cambiar. Y ahí, en el horizonte, se levantaron los Pirineos, con sus montañas como muros gigantescos cubiertos de nubes. Papi Edu sonrió, y yo también, aunque lo mío fue más un bostezo.
Llegamos a un pueblecito llamado Asté, junto a Bagnères-de-Bigorre (sí, ese nombre suena a estornudo). El sitio del picnic donde íbamos a dormir estaba cerrado a vehículos, pero justo al lado encontramos un pequeño aparcamiento. Sin encanto, sí, pero tranquilo, y a estas alturas del día eso vale más que un castillo con vistas.
Ya se estaba haciendo de noche, así que nos metimos en la camper, cada uno en su sitio: papi Edu con su lectura y yo enroscado en mi manta, soñando con montañas, rutas nuevas y alguna chuleta perdida en el suelo.
A veces no hace falta hacer nada para sentirse de viaje. Basta con el ronroneo del motor, un buen sitio donde parar y la promesa de que mañana quizá, solo quizá, arranquemos antes de la una.
Ah, y esta noche toca cambio de hora. Muchos humanos celebran eso como si les hubieran regalado un colchón nuevo: “una hora más para dormir”, dicen. Papi Edu lo mira con cara de sospecha, y yo también. Porque en nuestra cámper, las horas no se suman: se estiran, se enroscan, se escapan. Así que ya veremos si dormimos una hora más… o una hora más despiertos.
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