Día 148:

 

Artins – Souzay-Champigny – Saumur

Escaleras, cuevas y un Loira solo para nosotros

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Anoche dormimos como si nos hubieran desconectado del enchufe: ni bellotas, ni discotecas improvisadas, ni fantasmas rurales. Al abrir los ojos, el sol ya estaba calentando el tejado de la cámper como microondas celestial. Silencio, luz dorada y cero sobresaltos. Así sí.

A media mañana apareció un hombre del pueblo, con mirada curiosa de “a ver qué casa rodante es esta”. Se acercó, charló un poco con papi y quiso jugar conmigo lanzándome una pelota. Pero yo, que recién había encendido mi sistema operativo canino, aún no estaba en versión “diversión”. Le miré con respeto, pero la pelota se quedó muda en su mano.

Despegamos a una hora civilizada y en unos veinte minutos llegamos a La Chartre-sur-le-Loir, un pueblo muy bonito con aire de postal tranquila: casas antiguas bien cuidadas, tejados con historia y calles donde parece que los gatos tienen carnet de residente. Desde allí vimos una escalera interminable —más escalones que pensamientos tiene un político— que subía hasta la Torre de Juana de Arco. Sí, *esa* Juana de Arco: la pastora, guerrera y santa francesa que en el siglo XV lideró ejércitos y acabó en la hoguera por culpa de ingleses y obispos poco fans del empoderamiento. La torre, en su honor, se alza sobre el pueblo como un vigía de piedra. Papi subió conmigo todos esos escalones resoplando como dragón asmático, pero arriba las vistas recompensaban: tejados, río y horizonte verde.

Bajamos al pueblo justo cuando Francia entraba en modo siesta nacional. Tiendas cerradas, calles calladas, humanos desaparecidos como si alguien hubiera dicho “¡todos a comer y a dormir!”. Dimos una vuelta rápida y volvimos al coche.

Después tocaba carretera, unos 75 kilómetros que para nosotros es casi una odisea. Cerca del mediodía paramos en una pequeña área de descanso, comimos en la cámper y descansamos un poco. Yo aproveché para tumbarme al sol como lagarto con pelo.

Seguimos rumbo y pasamos por Saumur, que desde la ventanilla tiene pintaza: castillo en lo alto como corona, casas elegantes y el Loira al lado haciéndose el interesante. Pero lo dejamos para mañana, que hoy la misión era otra: Souzay-Champigny.

El pueblo en sí no tiene para escribir novela, pero lo que hay debajo y detrás sí. Todo el lugar está lleno de cuevas hechas por humanos hace siglos. Antiguas canteras donde sacaban la piedra blanca para construir castillos, bodegas donde maduraban vinos orgullosos, y viviendas trogloditas metidas en la roca como si la montaña hubiera parido salones. Paseamos por túneles, callejones excavados y fachadas que se apoyan directamente contra la roca. Algunas casas siguen habitadas, otras son alojamientos rurales o bodegas modernas disfrazadas de cueva. Era como caminar por un Sacromonte francés sin flamenco pero con murciélagos con glamour.

A la salida, en un parquecito junto al aparcamiento, papi aprovechó para llamar a papi Carlos por temas de humano-serio-negociantes. Yo mientras tanto troté por la hierba, hice mis giros rituales y olí tres árboles y medio. Desde fuera parecía que él hablaba de inversiones y yo inspeccionaba el territorio para una franquicia de huesos.

Antes de retirarnos paramos expresamente en un súper para comprar esas cosas que papi había olvidado el otro día y llevaba horas acordándose en silencio.

Y llegó el premio del día: encontramos un sitio maravilloso para dormir, escondido en plena naturaleza, en la misma orilla del río Loira. Árboles, agua, espacio para olfatear y ni un cartel diciendo “prohibido pernoctar” ni un humano con chaleco reflectante en kilómetros. Hay rincones y claros donde podríamos aparcar diez veces sin molestar ni a un mosquito.

Así que aquí nos quedamos. Con la puerta abierta al sonido del río y el olor a vegetación fresca. Y si mañana vienen cisnes o castores de visita, les ladro con acento local.

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