Hoy amanecimos bajo fuego enemigo… pero vegetal. Las bellotas francotiradoras pasaron la noche lanzándose en picado sobre el techo de la cámper como si entrenaran para una guerra silenciosa. No dolía, pero cada golpe sonaba a disparo de catapulta. Aun así, entre ataque y ataque logramos dormir dignamente. Ni coches rave, ni humanos gritones, ni reguetón rural: solo robles con mala puntería.
Por la mañana dimos un paseo alrededor del estanque de pesca. Veinte minutos de silencio, agua quieta, patos indiferentes y yo oliendo cada brizna como si pudieran esconder jamón. Papi caminaba lento, con esa cara de “aún no he desayunado persona”, pero yo ya tenía las pilas listas.
Luego arrancamos rumbo este, aunque como siempre salimos a una hora que no sabe si es mañana o precomida. A pocos kilómetros paramos en un Super U para llenar el depósito de gasoil y el de provisiones. Mientras papi elegía pan, fruta y cosas que no compartirá, yo me quedé vigilando la cámper con expresión de guardia civil peludo.
Más tarde encontramos un área de picnic preciosa junto al río Sarthe. Ese río serpentea por el oeste de Francia con pinta de no tener prisa por llegar a ninguna parte. Es tranquilo, navegable en algunos tramos y rodeado de praderas donde seguramente viven ratones con sombrero y libélulas poetas. Comimos allí, con mesa, sombra y brisa, y yo inspeccioné cada centímetro como inspector canino del ayuntamiento. Era un sitio perfecto para dormir, pero papi decidió que hoy tocaba avanzar un poco más.
Y cuando digo “avanzar”, quiero decir que a las seis de la tarde arrancamos otra vez. Pasamos por La Flèche y en Park4Night vimos un sitio que parecía ideal: una zona natural con varios lagos. Pero el GPS decidió jugar al escondite. Google Maps decía “por aquí”, Osmand decía “por allá”, y la realidad decía “prohibido, carretera privada, barrera y vuelta”. Cada vez que nos acercábamos, aparecía algún cartel antipático o camino cortado.
Al final papi usó el modo ninja: vista satélite. Ahí sí, descifró el laberinto y logramos llegar. Aparcamos en un claro de tierra cerca del Lac des Oiseaux. El nombre ya lo dice todo: aquí gobiernan las plumas. No había nadie más, ni coches, ni pescadores, ni campistas escondidos. Solo árboles, silencio y un cielo ya oscureciendo.
Antes de encerrarnos en nuestra casita con ruedas, salimos a estirar patas y hocico. El lago brillaba con los últimos restos de luz y los pájaros flotaban como si hubieran pagado entrada. Vimos cisnes elegantes, algún pato despistado y reflejos que parecían pintados por un artista con insomnio.
Mañana lo veremos todo con más calma y más luz. Hoy tocaba aterrizar, cenar algo rico y rezar para que las bellotas no se hayan mudado de bosque para seguirnos la pista.
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