Día 136:

 

Tintern – Killotteran

Tintern Abbey y el impresionante Rose Fitzgerald Kennedy nos llenan de aventuras.

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Por la mañana, el aparcamiento se llenó de coches, senderistas y perros correteando por todos lados. Yo olfateaba cada rincón, con la cola en modo antena, atento a cualquier pista de aventura. Paseamos por el bosque alrededor de Tintern Abbey, entre sombras y hojas crujientes, oliendo mil secretos de la naturaleza.

La abadía se alzaba majestuosa, con sus muros antiguos cubiertos de hiedra, recordándonos historias de monjes, silencios y rezos que todavía flotaban en el aire. Fue fundada alrededor del año 1200 por William Marshal, primer conde de Pembroke, en cumplimiento de un voto hecho tras sobrevivir a una tormenta en el mar.
Intenté convencer a papi Edu de entrar, pero me dijo que los perros no pueden entrar, así que solo podíamos verla por fuera… ¡qué injusticia perruna!

Pasado el mediodía, arrancamos en coche y el tiempo decidió que era hora de jugar a mojarnos un poco. Paramos brevemente en un área de picnic con un mirador al puente Rose Fitzgerald Kennedy, el puente más largo de Irlanda.

Inaugurado en 2020, con una longitud de 887 metros, este puente de hormigón se extiende sobre el río Barrow, conectando las localidades de New Ross en el condado de Wexford y Glenmore en el condado de Kilkenny.

Desde allí, contemplar su estructura y el río debajo me hizo imaginar que cruzaba mundos gigantescos y aventuras que solo los perros valientes como yo pueden imaginar. Luego pasamos por el mismísimo puente, rumbo a Waterford, sintiendo el viento como un abanico gigante que intentaba despeinarme el pelo.

No entramos en el centro, pero aparcamos en un punto del Waterford Greenway, un camino antiguo de tren convertido en sendero para bicicletas y paseos. La cámper se convirtió en nuestro restaurante: comida rápida, sabrosa y con las mejores vistas de chubascos danzando alrededor.

Entre lluvia y charcos, dimos un paseo por el Greenway. Reconozco que a pie no es tan emocionante, quizá en bicicleta sería otra historia, pero aun así olfateé rincones y salté sobre cada charco que encontraba.

Casi a las siete, papi Edu decidió movernos a otro aparcamiento del Greenway, a solo diez minutos en coche. Este era más plano, silencioso y con vistas al río, perfecto para vigilar cada sombra y cada reflejo en el agua. Aquí estamos a solas, con el murmullo del río de fondo y la sensación de que la aventura nunca descansa.

Aquí dormiremos bien… y mañana, quién sabe, más caminos, más charcos y seguro, más historias que contaros.

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