Día 103: Keshcarrigan - Dublín - Malahide

De un viaje largo a una noche mágica en Dublín

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El sitio de anoche fue un lujo: césped blandito, baños, agua potable y silencio absoluto. Yo dormí como si me hubieran coronado emperador de las croquetas perrunas.

La mañana fue tranquila, sin prisas, y cuando casi rozaba el mediodía arrancamos rumbo a Dublín. El viaje eran unos 150 kilómetros, así que tocaba carretera y alguna que otra parada de esas que parecen aburridas pero que acaban teniendo su gracia.

Primero pasamos por Mullingar, donde la camper necesitaba GLP para seguir dándonos agua caliente y comida caliente. Yo no entiendo mucho de gases, pero sí de lo importante: gracias a ese rellenado, mi pienso sale siempre servido como por arte de magia. Luego, en Kinnegad, hicimos una paradita de supermercado. No hubo paseo ni exploración, solo carrito y cajas, pero yo aproveché para estirarme un poco en la camper y vigilar el perímetro, que uno nunca sabe cuándo aparece un gato descarado.

Un rato más tarde llegamos a la estación Applegreen de Enfield, justo al lado de la M4. Allí paramos más en serio: tocaba preparar la comida. Mientras yo esperaba ansioso mi ración, papi Edu y tito Joan descubrieron que había duchas gratis y salieron de allí relucientes como recién bañados en un balneario. Yo, en cambio, mantuve mi aroma natural, que es mucho más auténtico.

Con estómagos llenos y humanos perfumados, seguimos hasta Dublín y aparcamos cerca de la catedral de San Patricio. Y lo mejor: ¡era domingo y no costaba ni un euro! Paseamos un rato juntos para que yo pudiera husmear la capital, pero pronto me tocó quedarme en la cámper: los humanos tenían cita con el Gaiety Theatre.

Ese teatro, con su aire elegante del siglo XIX, es famoso por sus espectáculos, y hoy tocaba el gran “Riverdance 30”. Para papi Edu fue un sueño cumplido: llevaba treinta años queriendo verlo. En 1995 no pudo, porque estaba cruzando África en bicicleta como un loco aventurero, pero esta vez sí. Y por lo que contaron al volver, fue algo impresionante: música, tambores que hacían temblar el suelo, y pies que se movían más rápido que mis patas cuando me lanzan una pelota. Salieron felices, como dos críos que acaban de ver magia de verdad.

Me recogieron de la cámper y juntos caminamos hacia Temple Bar. La primera parada fue una pizzería con terraza, donde yo conseguí algunos trocitos de pizza (el esfuerzo de poner ojitos siempre da fruto). Y luego paseo por esas calles animadas, llenas de gente, música en directo y un ambiente tan alegre que parecía que la ciudad entera estuviera de fiesta.

Cuando la noche ya había caído, volvimos al coche y condujimos media hora hasta Malahide. Aparcamos en el mismo sitio de hace más de dos semanas, junto al estuario de Broadmeadow. Hay unas diez campers repartidas, pero todo en calma. Aquí nos quedamos a dormir, con el reflejo del agua bajo la luz de la luna y yo ya soñando con duendes irlandeses bailando claqué.

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