Hoy no ha habido castillos, ni estatuas de caballos gigantes, ni ruedas mágicas que suben barcos. Pero no os dejéis engañar… ¡ha sido un día especial! De esos que empiezan mojaditos y aburridos pero terminan con fiesta sorpresa y lametones incluidos.
Por la mañana, llovía. Así, a lo tonto. Sin tormenta, pero constante. Así que papi Edu y yo nos quedamos un buen rato acurrucados dentro de la camper, escuchando la lluvia sobre el techo como si fueran uñitas bailando claqué. Hasta que a eso del mediodía dijimos: “¡hala, al coche!”
Condujimos más o menos una hora en dirección a Edimburgo, pero sin entrar aún. Teníamos hambre y queríamos parar en algún sitio bonito. Y lo encontramos: un rincón bastante escondido en la orilla del Inchgarvie Narrows, que es el estrechamiento del estuario del Forth, justo entre las islas y los puentes. Desde allí se ve el agua pasando con fuerza, como si el río tuviera prisa por llegar al mar. El sitio era precioso… hasta que bajamos del coche y nos dimos cuenta de que había más barro que hierba, y más basura que piedras. Aun así, comimos allí. Me tocó la parte blanda del pan de Edu. Lo bueno de comer rodeados de barro es que si se te cae algo, no se nota.
Después, tocaba misión lavandería. Sí, humanos, también eso forma parte de la aventura. Buscamos una lavandería de autoservicio y papi Edu metió toda nuestra vida en una lavadora gigante. Mientras la ropa giraba y giraba, él aprovechó para comprar comida en un supermercado al lado, y luego limpió un poco el coche. Y yo vigilando que nadie robara nuestros calcetines. Ya os he dicho muchas veces: soy perro, no sucio.
Por la tarde, con la ropa ya oliendo a nubes limpias, volvimos al estuario, pero a otro punto del río, esta vez casi debajo del Forth Bridge, ese puente de tren que parece una telaraña de hierro gigante. Os cuento: el Forth Bridge es uno de los puentes ferroviarios más famosos del mundo, terminado en 1890, todo rojo y con un diseño como de construcción de Meccano pero tamaño titán. Mide más de 2.500 metros de largo y sigue funcionando. Pasa un tren y tiembla hasta la camper.
Allí había más autocaravanas aparcadas, algunas con pinta de pasar la noche. Pero también muchos coches ruidosos, llenos de chavales con música a tope y motores que sonaban como si fueran a despegar. No me dejaban ni concentrarme en mis olores. ¡Niños! ¡A ver si ladráis menos y oléis más!
Yo estaba ya en modo noche, preguntándome por qué papi Edu no sacaba mi canasta de la cabina, que es como mi señal de “fin del día”. Pero él no se movía. Solo miraba el reloj. Y justo cuando yo estaba a punto de hacer un piquete perruno, ¡zas! A las dos de la madrugada, nos montamos en la camper y arrancamos.
Fuimos al aeropuerto de Edimburgo, aparcamos (en una zona carísima: 14 libras por menos de 10 minutos, ¡ni que nos lavaran el coche!), y caminamos hacia la terminal… Y allí, entre humanos somnolientos y pantallas azules, ¡estaba Tito Joan! Yo no daba brincos, daba saltos cuádruples. Le di la bienvenida como solo un perro emocionado sabe hacerlo: con vueltas, carreras en círculo y babas.
Después del gran reencuentro, volvimos al mismo sitio donde habíamos dormido la noche anterior, junto al Union Canal. Nos llevó un rato porque llovía y era de noche, y en esas condiciones papi Edu conduce como si lleváramos cristalitos de azúcar en el maletero. Pero llegamos sanos y salvos.
Ahora, ya en la cama, con Tito Joan roncando suave a mi lado y la lluvia acariciando la camper, puedo deciros: no hace falta un castillo para que un día sea especial. A veces basta con un puente, una lavadora y una buena sorpresa.
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