¡Qué día más raro! Era como si alguien hubiera apretado el botón de "repetir" en nuestra aventura. Nos despertamos en el mismo sitio que ayer, pero esta vez a una hora decente y con tito Joan en vez de tito Javi. Luego, en coche a Vilnius, aparcamos en el mismo sitio y caminamos por el centro siguiendo casi la misma ruta. ¡Hasta la foto con los tres perros de bronce la volvimos a hacer! Me estoy empezando a llevar bien con esos chuchos metálicos.
Pero aunque parecía un déjà vu, la ciudad siempre tiene algo nuevo que ofrecer. Volvimos a ver la impresionante Catedral de Vilnius con su torre blanca apuntando al cielo y, al lado, el misterioso campanario separado del edificio principal. Pasamos por el Palacio Presidencial, donde no me dejaron postularme para presidente (¡con lo bien que organizaría el país con horarios estrictos de comida!). También repetimos la caminata por la calle Pilies, llena de edificios bonitos y tiendas de recuerdos.
Cuando llegamos a la colina de Gediminas, papi Edu decidió subir otra vez a ver las vistas, pero tito Joan y yo nos quedamos abajo. No sé si era por no querer subir o porque prefirió quedarse conmigo, pero yo lo tomé como una victoria personal.
Después de la exploración, volvimos al coche y fuimos al mismo centro comercial de ayer. Pero esta vez no para lavar ropa, sino para comprar cosas. No sé qué compraron porque yo solo iba atento a la bolsa de comida, que, por cierto, no se llenó tanto como esperaba.
El día terminó en un aparcamiento muy tranquilo junto a un lago. Yo me acomodé con tito Joan en la cámper mientras papi Edu hacía lo que hace casi todos los días... ¡nadar! Yo no entiendo esa obsesión con meterse en el agua por gusto, pero bueno, cada uno con sus rarezas. Mientras él chapoteaba feliz, tito Joan y yo nos repartíamos la mejor parte del plan: estar secos y calentitos.
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