Día 132

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Nos tomamos la mañana con calma, que no siempre hay que correr como si hubiera pelotas gratis al final del sendero. Cuando por fin nos pusimos en marcha, cogimos el coche y en un cuarto de hora llegamos al aparcamiento para ir a la playa de Kvalvika. Bueno, en teoría. Porque en la práctica estaba tan lleno de campers y autocaravanas que parecía una convención de casas rodantes con complejo de sardina. Tuvimos que aparcar un kilómetro más lejos, al lado de la carretera, como los últimos que llegan al buffet.

Desde allí empezaba el sendero a Kvalvika Beach. Es una caminata preciosa, entre colinas verdes, piedras, laguitos, pasarelas de madera, subidas, bajadas y bastantes humanos con mochila. No es un paseo, pero tampoco hace falta ser un lobo noruego para llegar. Y vale la pena: cuando ves la playa desde arriba por primera vez, se te escapa un “guau” (en mi caso, literal). Es una bahía escondida, con arena dorada, montañas que la rodean y ese mar azul profundo que parece gritar “¡ven, mójate!”

Y eso hizo papi. Se despelotó (con traje de baño, por suerte) y se lanzó al agua como si fuera un salmón de adopción. Dice que estaba fresquita. Yo preferí cavar túneles en la arena como un loco y revolcarme hasta parecer un croquetón empanado. Pasamos allí unas horas estupendas, entre paseos, juegos y secados al sol. El tiempo acompañaba, el lugar era espectacular y no había ni un dron.

Volvimos por el mismo sendero, con algo menos de energía pero igual de contentos. Ya en el coche, nos movimos un poco para encontrar un sitio más nivelado donde comer en la cámper. Eran las cinco de la tarde, y tocaba reponer fuerzas. Papi se preparó algo rico (no para mí, claro) y yo ataqué mi pienso con la alegría habitual de quien no tiene otra opción.

Después del festín, condujimos hasta Nusfjord, en unos 40 minutos. Habíamos oído que era uno de los pueblos más bonitos de Lofoten. Pues... ejem. No sé si nos equivocamos de entrada, pero aquello fue como abrir un juguete que en la foto parecía espectacular y luego solo trae instrucciones y una pegatina. En media hora lo vimos todo, incluso el faro, que no era más que una lucecita en un palo. Me sentí estafado, y eso que no había pagado entrada.

Decepcionados pero no vencidos, seguimos en coche. Hicimos 25 kilómetros más, unos tres cuartos de hora, buscando sitio para dormir. El primer vistazo al sitio fue de película... pero una de zombis. Parecía un vertedero postapocalíptico, con cosas raras tiradas por todas partes. Pero papi tiene ojo (y paciencia), y encontramos un rincón escondido junto a un lago, con sombra, tranquilidad y una brisa estupenda. Un lugar inesperadamente bonito y perfecto para descansar. A veces hay que mirar más allá del caos para encontrar la paz. Y la hierba fresca.

Joan

Que bonitas

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