Aurlandsfjellet - Borgund - Leirdalen
Día 117
Despertamos donde solo se despiertan los valientes: encima del Auerlandsfjellet, al lado del gamla Auerlandsvegen. Un lugar tan alto que hasta los pájaros llevan jersey. Nada de árboles, ni uno. Supongo que aquí no se atreven a crecer por miedo a caerse montaña abajo. Pero qué preciosidad: colinas peladas, manchas de nieve que se niegan a derretirse, y ese aire que te despeina el alma. Ni una ardilla en el horizonte, pero a cambio, vistas de postal.
Después de mi ritual matutino (ya sabéis, meneo de orejas, mordisco al pato y un par de vueltas sobre la cama), salimos con el coche a nuestra hora habitual. A los 20 minutos: ¡parada estratégica! Flotane. No es que flotara nada, pero ahí había un sendero chulo que lleva a Flotvatnet, un lago pequeñito metido entre colinas. El agua, más fría que el corazón de un gato. Papi Edu dijo que parecía un espejo nórdico. Yo lo probé con la patita y decidí no bañarme, gracias. Hicimos un montón de fotos, incluidas las obligatorias en las que yo parezco modelo de calendario: una mirando al horizonte, otra con oreja al viento, y una tercera en la que salgo oliendo una piedra. Arte.
Cinco minutos más de coche y... ¡otra parada! Vedahaugane. Aquí sí que flipé. Justo al lado del mirador hay un oso enorme... dormido sobre una montaña de basura. Bueno, no era un oso de verdad, que yo ya estaba preparado para darle un ladrido, sino una escultura hiperrealista. “Skulpturlandskap Norge”, lo llaman. Arte contemporáneo, dicen. Yo lo llamo “el único oso al que no le tengo miedo”.
Desde ahí empezamos a bajar hacia el fiordo. Las orejas se me taponaron un poco del cambio de altitud, pero me aguanté como un perro adulto. En Lærdalsøyri giramos al este, rumbo a Borgund. Nuestro objetivo: la iglesia de madera más famosa de Noruega. Ya sabéis, esas que parecen castillos vikingos con cuernos y dragones por todas partes. Había un aparcamiento de pago, pero papi Edu encontró un hueco gratuito justo al lado de la carretera. ¡Más dinero para chuches!
Comimos en la camper (yo también, después de hacer sonar el pato, claro), y luego nos pusimos en modo explorador. Bueno, él se puso en modo explorador. Yo me quedé en la camper, vigilando que no viniera ningún alce a robarnos las galletas. Papi Edu me lo contó todo luego con pelos, señales y hasta sonidos de dragones. Papi Edu visitó primero el museo, que está justo antes de la iglesia. Allí compró las entradas y vio maquetas, vídeos y muchas cosas de humanos muertos hace siglos. Bastante interesante, según me contó luego, aunque olía menos a historia que la propia iglesia.
Y qué iglesia, amigos. La stavkirke de Borgund es como una casita de cuento para dragones. Toda de madera oscura, con tejados en capas, cruces vikingas y hasta gárgolas. Por dentro, dice Edu, huele como una cabaña donde han dormido muchos fantasmas con calcetines de lana. Muy atmosférica, pero también muy llena: para entrar tuvo que hacer una polonaise de turistas, todos moviéndose al ritmo de la audioguía. Yo me quedé fuera, claro, echado en mi cama, pero me contó todos los detalles al volver.
Después volvimos al coche y, en vez de coger el túnel moderno (ese larguísimo y aburrido), papi Edu optó por la carretera vieja, con un túnel estrecho y casi olvidado donde solo faltaba ver un troll tocando el banjo. Ni un coche en toda la ruta. Pasamos otra vez por Lærdalsøyri, luego seguimos hasta Fodnes ferjekai. Tocaba cruzar el fiordo en ferry hasta Mannheller.
La espera fue corta, unos 10-15 minutos, lo justo para estirarme un poco y husmear el aire marino. Subimos al ferry y en menos de 20 minutos ya estábamos al otro lado. La distancia no es muy larga, pero lo justo para que yo saque la cabeza por la ventana y me dé el viento en el hocico como en los vídeos épicos.
Paramos un rato en Sogndalsfjøra para hacer unas compras rápidas (yo supervisé el carrito, por si acaso metían pienso), y seguimos hacia el interior. Todo el rato entre fiordos, lagos y pueblecitos con nombres imposibles: Hafslo, Marifjøra, Gaupne… Parece que los humanos aquí nombran lugares lanzando cubitos de letras al suelo.
Nuestro objetivo para dormir era Leirdalen. El mejor sitio ya estaba ocupado (¡grrrr!), pero encontramos otro casi al final del valle, tranquilo y bastante majo. Con vistas, río cerca y sin osos (ni de verdad ni de escultura). Tras 165 kilómetros, senderos, iglesias de dragones y fiordos flotantes, estamos los dos agotados.
Yo me tumbé en la camper, me comí mi cena (sí, el pienso, lo sé) y me quedaré dormido soñando con osos de mentira y lagos con nombre de flan. Ha sido un día redondo. De esos que te dejan el rabo moviéndose incluso mientras duermes.
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