Dormimos en un valle bonito, pero esa misma mañana cogimos el coche y en poco más de media hora llegamos al aparcamiento de Nigardsbreen. Por si no lo sabéis, Nigardsbreen es una de las lenguas más accesibles del gran glaciar Jostedalsbreen, el más grande de Europa continental. Suena épico, ¿no? Pues la epopeya acabó en comedia.
Aparcamos pagando religiosamente (la religión noruega del peaje digital) y empezamos el sendero hacia el glaciar. Muchos se suben a un barquito que cruza el lago glaciar para ahorrarse la caminata, pero nosotros lo hicimos todo a pata. Porque somos valientes, deportistas... o simplemente tacaños. El sendero es facilito, con paisajes muy chulos de roca pulida y charcos helados, algún riachuelo saltarín y bloques de piedra puestos como si fueran adoquines para gigantes.
Saltamos arroyos, pisamos piedras estratégicamente colocadas para no mojarnos las patas, e incluso nos cruzamos con gente que parecía haber venido vestida para una gala y no para una caminata. En poco más de media horita ya estábamos al final. Expectación máxima. Y... decepción galáctica. Bueno, al "final" entre comillas. Porque allí el glaciar estaba... lejos. Muy lejos. Y rodeado de vallas y carteles de advertencia. Ni un paso más, ni acercarse, ni tocar, ni oler. Todo cerrado, más inaccesible que un tupper de albóndigas en lo alto de la nevera. Y pensar que habíamos hecho más de 65 kilómetros desde Sogndalsfjøra solo para esto... y luego hay que volver por la misma ruta. Total, en menos de una hora y media subimos, hicimos cuatro fotos, nos reímos del chasco y bajamos. De vuelta a la camper con cara de "bueno, al menos hemos estirado las patas".
Desde allí, carretera de vuelta a Sogndalsfjøra, y luego rumbo noroeste. Enseguida cruzamos el Frudalstunnelen, casi 7 kilómetros de agujero bajo la montaña, donde el GPS se pierde y yo me replanteo mi existencia. Paramos en un mirador con vistas al Fiordo de Fjærland para comer. Fiordo tranquilo, cielo despejado, y yo con mi cuenco a rebosar. A veces, la vida sabe compensar.
A las cinco y media retomamos la ruta. Más túneles: el Fjaerlandstunnelen, de 6,5 km, una maravilla de ingeniería y oscuridad. Luego el Kjosnestunnelen, más corto pero igual de trollesco. Yo sigo sospechando que hay trolls con linternas cobrando peaje oculto en todos estos túneles.
Rondando el Innvikfjorden empezamos a buscar sitio para dormir. Un aparcamiento junto a la carretera, cerca de Glomnes, parecía prometedor, pero estaba petado de autocaravanas y olía raro, como a calcetín mojado de excursionista. Seguimos ruta.
En vez de la carretera principal, nos desviamos por la Gamle Strynefjellsveg. Ay, amigos... eso es otra liga. Es una carretera histórica, solo abierta en verano, estrecha, serpenteante y con encanto a raudales. Paisajes de postal, nieve acumulada al borde, piedras colocadas como si algún vikingo las hubiera puesto ahí para presumir.
Al principio del valle había sitios que parecían perfectos para dormir, pero ya estaban ocupados por otros humanos con ruedas. Y cuanto más nos adentrábamos, más bonito se ponía... pero menos cobertura había. Sin señal, papi Edu se pone nervioso y yo no puedo ver vídeos de gatos. Inaceptable.
Así que salimos del valle por el norte, y a las nueve y media, cuando el sol seguía en el cielo haciendo como que se va pero no se va, encontramos un aparcamiento enorme. Feo como un remiendo, pero con dos autocaravanas ya instaladas. Perfecto. Después de casi 300 kilómetros en el día, nos daba igual. Aparcamos, cenamos y nos tumbamos con ese cansancio feliz de los que han visto mucho, andado poco, y se han reído bastante. Eso sí, mañana... ¡más y mejor!
Añadir nuevo comentario