Dormimos bien en el apartamento, aunque más bien fue una siestita larga. Estábamos todos: papi Edu, tito Joan, las titas Nita y Mariola, y yo, claro, que soy el que más sitio ocupa en la cama sin moverme. Nos acostamos tarde y a las once ya había que estar fuera. A mí me despertaron con prisas, como si el apocalipsis viniera en albornoz.
Después del desayuno, que consistió en café, tostadas y miradas dormidas, dimos un pequeño paseo al campo de golf que había al lado. Campo bonito, muy verde, pero nada de pelotas para mí. ¿Qué clase de campo es ese? Yo me imaginaba una fiesta de frisbees y resulta que es una cosa seria de humanos en silencio con palos.
Luego coche —¡cómo no!— rumbo a Clonmacnoise, un lugar con nombre de conjuro mágico, pero que en realidad es un antiguo monasterio fundado en el siglo VI. Y qué lugar, oye. Unas ruinas espectaculares con cruces celtas gigantes, iglesias sin techo y torres redondas donde seguro vivían los fantasmas con eco. Lo mejor: a mí me dejaron pasar. Me porté como un monje ejemplar, oliendo todo sin hacer ruido y sin marcar ninguna tumba, que conste. Eso sí, había mucha gente. Parecía que habían puesto cerveza gratis detrás de una piedra sagrada.
Después del paseo místico, volvimos al coche y pusimos rumbo a Ballinasloe, un pueblo con nombre de sorbo de vino y alma de domingo aburrido. Comieron en un restaurante donde a mí me tocó oler desde el suelo, como siempre. El sitio estaba bien, la comida tenía buena pinta, pero el pueblo… pues digamos que no se esforzó. Todo cerrado, calles vacías, y una energía de siesta colectiva.
Desde allí, tiramos para Galway, que nos recibió con nubes cargadas y otro apartamento nuevo. Este no tiene escaleras, pero hay sofás blanditos y un váter que ya estaba planeando su rebelión silenciosa. Nos organizamos, descansamos un poco y, cuando se activaron los humanos otra vez, salimos en coche hacia el centro.
Y ahí empezó la segunda parte del día: la mojadura gallega versión irlandesa. Lluvia fina pero constante, de esa que se mete hasta en el alma. Aun así, el centro de Galway estaba a reventar. Música en la calle, turistas con ponchos, risas bajo paraguas. Paseamos por Quay Street, la calle más animada, llena de bares y músicos callejeros que tocan como si no lloviera. Luego por el llamado barrio latino, que de latino tiene poco más que el nombre y alguna paella con sospechas. Y finalmente llegamos al famoso Arco Español, una parte de la muralla del siglo XVI junto al río Corrib. Se llama así porque en su época protegía los barcos que comerciaban con… sí, nosotros, los españoles. No vi ni una tortilla ni un olé, pero el nombre ahí está.
Ya casi a las diez de la noche, y con las tripas haciendo cantes gregorianos, entramos en un bar con patio cubierto. Música buena, ambiente cálido, pero ya no había comida. Ni un mísero cacahuete. Se tomaron unas bebidas (carísimas: 32 euros por cuatro), y luego salimos a buscar algo más alimenticio.
Y lo encontramos: una pizza gigante, del tamaño de una rueda de coche. La compraron en otro local y nos fuimos al apartamento. Allí por fin los humanos cenaron mientras yo hacía guardia junto a la caja de pizza con cara de mártir. Todo parecía en calma… hasta que el váter atascado decidió protagonizar el final de la jornada.
Papi Edu, que ya había avisado al dueño, volvió a escribir porque seguía sin funcionar. Y entonces, ¡sorpresa!: el dueño dijo que teníamos que irnos mañana mismo porque no le gustaba que le insistieran. ¿Perdón? ¿Eso es un argumento? ¿Desde cuándo ser educado pero persistente es motivo de desalojo?
Después de varias llamadas, mensajes y algún que otro bufido de papi Edu, parece que mañana por la mañana vendrá alguien a arreglarlo. Veremos si viene o si el váter decide quedarse bloqueado por orgullo.
Así terminó el día: entre piedras sagradas, lluvias épicas, pizzas ciclópeas y dramas sanitarios. El típico domingo de vacaciones, vamos.
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