La mañana empezó con un aire de despedida improvisada. Al lado del mar, donde habíamos dormido, ya éramos siete vehículos, como en una mini quedada sin planear. Pero claro, como siempre, fuimos de los últimos en salir. Otros ya llevaban horas haciendo cosas útiles, como pedalear, correr o mirar mapas con cara seria. Nosotros salimos cuando tocaba: después de los estiramientos, el primer pipí y el desayuno de papi Edu.
Pusimos rumbo a Dublín. Hoy tocaba jornada de supervivencia urbana: esas misiones que parecen simples, pero acaban siendo como una gincana de humanos nerviosos. Primera parada: Ikea. Papi Edu compró algo que ni olía ni sonaba, así que no presté atención. Luego fuimos a un centro comercial con una lavandería de autoservicio. Mientras las máquinas giraban con hipnosis jabonosa, yo me quedé en la camper y papi Edu aprovechó para hacer compras en su supermercado favorito. Yo diría que es su parque de atracciones personal.
Pero claro, nunca puede ser todo fácil. Resulta que teníamos un lío con la tarjeta SIM de datos. Justo en ese momento, ¡zas!, dejó de funcionar porque había cambiado a una nueva eSIM. Así que tuvimos que ir a McDonald’s. No por las hamburguesas, no, sino por el Wi-Fi gratis. Papi Edu pasó una hora con cara de querer morder el móvil mientras intentaba hablar con atención al cliente. El problema no se solucionó, claro, así que compró otra eSIM de otra marca y a correr.
Luego fuimos a un taller porque una de las correas del motor del coche hacía ruidos raros, como si quisiera atención. Pero llegamos a las cinco menos cuarto. Vamos, que ni con soborno. Así que gracias por nada, correa. Nos fuimos al aparcamiento de la estación de servicio Applegreen, esta vez en el otro lado de la autovía. Allí, papi Edu sacó su caja de herramientas (sí, tiene una) y se puso a trastear la correa como si fuese mecánico de Fórmula 1. No arregló del todo el asunto, pero al menos dejó de sonar como un gato atrapado.
Aprovechó también para organizar la ropa recién lavada, guardar las compras y, cómo no, colarse otra ducha gratis. Si dan, se coge. Eso es ley de cámper.
Y luego, venga, rumbo al aeropuerto. Dejamos el coche en el aparcamiento de larga estancia y, como si fuéramos mulas de carga, nos fuimos con cuatro bolsas pesadas, una mochila gigante y mi canasta. Subimos al autobús lanzadera hacia la terminal. En la terminal, fuimos primero al mostrador de Budget para alquilar un coche. Papi Edu se entendió sorprendentemente bien con el humano del mostrador, que hablaba más rápido que un galgo con cafeína. Dejamos el equipaje en el coche de alquiler y empezamos a esperar.
Una hora larga. Sin sofá, sin pelota y sin saber exactamente por qué la espera era tan eterna. Al final, ¡apareció Tito Joan! Y con él, dos nuevas humanas: Mariola y Nita. Olían a viaje largo, risas pasadas y nervios del primer día.
Todos al coche y carretera otra vez, esta vez rumbo al corazón de Irlanda, entre Dublín y Galway. El destino: un apartamento en medio de un campo de golf. Llegamos justo a medianoche, con un señor mayor esperándonos para darnos las llaves. Ya iba medio dormido en mi canasta. Cené en cuanto apareció mi cuenco, sin perder tiempo.
Ahora los humanos están cenando y buscando enchufes. Yo estoy en el sofá, con el estómago lleno y los ojos cerrándose. Son la una y media, y no doy para más. Mañana será otro día. Y seguro que diferente.
Añadir nuevo comentario