Nos habría encantado quedarnos más tiempo en nuestra parcelita soleada junto al mar, pero la realidad llamó a la puerta… y no traía ni comida ni espacio para aguas grises. Así que, con la despensa tiritando, la nevera pelada y el depósito a punto de rebosar, tocó abandonar la costa y volver a civilización.
Nos subimos al coche y nos metimos en un atasco que parecía la cola para entrar al paraíso, pero sin lo del paraíso. El tráfico por Edimburgo iba tan lento que hasta yo podría haber adelantado a los coches, ¡y eso que tengo solo cuatro patas!
El objetivo era doble: comprar un palo de senderismo nuevo para sustituir el roto de papi Edu (no sé si lo quiere para andar o para espantar midges), y llenar la camper de provisiones. En Decathlon encontramos el palo, y luego papi se metió en el Tesco a por víveres. Yo me quedé vigilando la célula, por supuesto.
Y por si fuera poco emocionante, hicimos parada técnica para vaciar las aguas grises en una alcantarilla callejera. No es lo más glamuroso del viaje, pero oye, es parte de la vida camper, y no creo que sea ilegal. Si lo fuera, yo no vi nada. 😇
Buscamos algún sitio para comer, pero los dos aparcamientos que encontramos tenían mucho jaleo. Coches entrando y saliendo, portazos, niños gritando… no era plan para un almuerzo tranquilo. Así que seguimos buscando y acabamos en Dalkeith, en un aparcamiento junto a un parque que, para compensar, es bastante majo. Almorzamos en la cámper y luego cayó la clásica siestecita digestiva.
Papi Edu dijo algo de hoteles perrunos, que quería visitar alguno… Yo no entiendo muy bien por qué quiere ver eso, si ya tenemos nuestra cámper que es perfecta… Algún plan se está cociendo, y me da que no me lo están contando todo. Pero con el atasco matutino todavía fresco en su memoria, no se animó. Y yo, sinceramente, tampoco me moría de ganas de inspeccionar jaulas.
Por la tarde fuimos a explorar el parque (¡césped infinito!) y también el pueblo de Dalkeith, que según un cartel es una “historic town”. Bueno… si por “histórica” quieren decir “gris, con más cemento que encanto”, entonces sí, lo es.
Volvimos al aparcamiento, que ahora nos parecía un jardín del Edén comparado con las calles del pueblo. Jugamos un rato en la pradera gigante que tenemos delante —papi lanzó la pelota y yo fingí devolverla como siempre— y luego, cuando empezó a refrescar, nos refugiamos en la camper.
Hoy no ha sido un día de grandes aventuras, pero a veces un poco de tranquilidad también sienta bien… y sobre todo con víveres nuevos en la despensa.
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