Día 6

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🐾 Charmant Som: montaña, viento y orejas al vuelo ⛰️💨
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Por la mañana tuve un encontronazo con un perro local que no me cayó nada bien. Él venía todo suelto, con pinta de querer algo —no sé si pelea o juego brusco— pero a mí no me hacía ninguna gracia. Pegué un par de ladridos bien puestos y dejé claro que conmigo no se juega así. La humana del chucho ni siquiera saludó, ni disculpas, ni nada. Lo ató y se largó, como si yo no existiera. Gente rara hay en todas partes.

Después de ese mal comienzo, subimos al coche y salimos rumbo al Parque Natural Regional de la Chartreuse. Tardamos un poco más de lo previsto porque íbamos esquivando autopistas, y el GPS se pensó que eso era un rally. Al final llegamos al pueblo de Saint-Pierre-de-Chartreuse, que en teoría es como la capital del parque. Pero aquello estaba más muerto que una croqueta olvidada. Ni gente, ni ambiente, ni encanto. Un lugar claramente hecho para el invierno y el esquí, pero fuera de temporada parece un decorado a medio desmontar.

Dimos una vuelta rápida por el pueblo —lo justo para confirmar que no valía la pena quedarse— y luego aparcamos en un sitio al lado de la carretera para comer y hacer nuestra clásica siesta. El problema es que la siesta se nos fue un poco de las patas. También porque fuera llovía, chispeaba, incluso granizaba un rato. El clima se pensó que estábamos en abril. O en Escocia.

Pero a eso de las cinco, como quien decide que ya basta de vaguear, nos pusimos en marcha. Movimos el coche apenas unos metros y lo dejamos al inicio de un sendero que sube al Charmant Som, una montaña de 1.867 metros. A pie de camino había una señal que decía: 7,1 km hasta la cima, 3 horas y 35 minutos. Papi Edu miró la hora, miró el cartel, me miró a mí y dijo: “Vamos rapidito, ¿vale?” Como si yo fuera el lento.

Al principio el sendero era un bosque gris y nada emocionante. Pero luego se fue abriendo, y ahí sí: vistas de escándalo. Todo el macizo de la Chartreuse delante, con sus formas escarpadas y verdes, y al fondo los Alpes ya empezaban a sacar sus piquitos nevados. Subimos como dos cabras con prisa. Cuando llegamos al refugio que hay cerca de la cima, el viento ya nos hablaba en francés rudo y el frío se colaba hasta los huesos. Pero la última parte fue la mejor: un sendero que serpentea por la cresta hasta llegar a una cruz gigante en lo más alto. Allí hicimos fotos, selfies, y yo posé con cara de conquistador peludo.

Pero no había tiempo para contemplaciones. Eran ya las ocho y el sol no perdona. Bajamos a toda pastilla, pero no por el mismo camino. Esta vez por carretera, que aunque más largo, se hacía más deprisa. Y también tenía otras vistas que valían la pena, con laderas verdes y vacas que nos miraban como si fuéramos los raros por correr.

A las nueve menos cinco llegamos al coche, justo cuando el sol se escondía. Sin perder tiempo arrancamos y buscamos un sitio para dormir. Encontramos uno a unos quince minutos: un aparcamiento amplio y tranquilo, metido dentro del parque natural. Llegamos ya de noche, pero la paz del sitio nos abrazó en cuanto apagamos el motor.

Hoy tocó montaña seria. Mañana... ya veremos si piernas hay.

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