La noche fue tranquila, sin milagros ni sobresaltos. El menhir no se movió, el Cristo no resucitó y yo dormí como un tronco, enroscado en mi manta, soñando con gatos lentos. Al amanecer, todo seguía en su sitio. Incluso el desayuno.
La idea era hacer el sendero que pasa justo por donde habíamos dormido. Se llama “Tour du Causse de Sauveterre”, y al oír “tour” uno piensa en una vueltecita simpática. Pero resulta que tiene 161 kilómetros. Ciento. Sesenta. Y uno. Ni que fuéramos cabras maratonianas. Así que nada, lo dejamos para otro día. Otro mes. O para alguien con más patas.
Además, justo cuando estábamos a punto de decidir si hacíamos al menos un tramito… empezó a llover. Otra vez. Pues nada, todos al coche. Que en nuestra vida nómada eso significa: plan B en marcha.
Nos pusimos en ruta hacia el noreste. El paisaje precioso, eso sí. Bosques, colinas suaves, casitas de piedra, vacas que nos miraban como si supieran algo que nosotros no. Pero las carreteras... ay, las carreteras. Departamentales de esas que parecen haber sido diseñadas por un borracho con serrucho. Curvas sin fin, baches profundos como charcos existenciales, y tramos tan estrechos que si venía alguien de frente teníamos que contener la respiración los dos. Bueno, yo no, porque voy tumbado.
Cuando por fin alcanzamos una carretera nacional más decente, nos desviamos al Lac de Naussac, que nos sonaba bien. Y lo es. Es un lago artificial enorme en la región de Lozère, creado para regular el río Allier. Tiene aire de embalse con vocación de playa. Hay senderos por las orillas, zonas de picnic, y hasta playas de arena cuando baja el nivel del agua. Vamos, sitio ideal para pasear, remojarse... o volar, según el viento.
Y vaya viento. Cuando llegamos, soplaba con ganas. Un frío traicionero que venía del norte directo a mis orejas. Aun así, salimos a dar un paseo. Corto, eso sí, mucho más corto de lo que nos habría gustado. Yo lo agradecí: me dio tiempo a olfatear un par de arbustos, marcar mi territorio y volver al coche antes de congelarme el rabo. Había gente haciendo kite-surf, con sus trajes de neopreno tan gordos que parecían focas ninja. Yo los miraba con respeto desde tierra firme, bien lejos del agua.
Pasamos por Aubenas, que nos pillaba de camino, y aprovechamos para repostar en E.Leclerc, que suele ser el sitio más barato para echar gasoil en Francia. Y ya que estábamos, Papi Edu se metió en el Bricomarché a comprar unos tornillos. No hay día sin bricolaje. Siempre hay algo que ajustar, reforzar, reparar o, como dice él, “mejorar la cámper”. Yo creo que lo hace por deporte.
Encontramos un rincón de naturaleza muy chulo para parar a comer, descansar y jugar al “qué suena si aprieto aquí”. Mientras él atornillaba y maldecía en varios idiomas, yo exploraba los alrededores, olisqueando cada piedra como si escondiera un tesoro. El cielo se fue abriendo poco a poco, y para cuando nos estábamos echando la siesta, hacía un sol tan simpático que nos habría encantado quedarnos ahí a dormir. Pero claro… Park4night decía que no se puede pernoctar. Y encima algunos comentarios mencionaban que viene la gendarmería a echarte. Y a nosotros no nos gusta la adrenalina nocturna.
Así que sobre las seis y media recogimos todo y nos pusimos a buscar otro sitio más hacia el norte. El rincón que habíamos visto en Park4night ya estaba ocupado, pero un poco más arriba encontramos otro todavía mejor. Tranquilo, con vistas, sin tráfico, y parece más discreto. No hay cartel que prohíba dormir y nadie ha dicho nada en Park4night, así que aplicamos la lógica viajera: si no está prohibido... es porque no lo sabemos.
Y así termina el día. No hicimos grandes cosas, pero recorrimos un buen trecho, esquivamos la lluvia, mejoramos la cámper y encontramos nuestro refugio. Que no es poco.
Mañana ya veremos. Por ahora, yo me meto en mi cama, con la nariz calentita y la panza llena. Y si sopla el viento, que sople. Aquí dentro no se mueve ni una oreja.
Añadir nuevo comentario