Esta mañana, en cuanto abrimos los ojos, nos subimos al coche y salimos rumbo a Tromsø. En menos de una hora ya estábamos cruzando el Sandnessundbrua, un puente altísimo y larguísimo que parece una montaña rusa para coches. ¡Yo iba en mi sillita mirando todo como si fuera el capitán del barco!
Cruzamos la isla de Tromsøya entera, que es donde está la ciudad. Luego vino la parte más emocionante: pasamos por debajo del mar en el Tromsøysundtunnelen. ¡Por debajo! ¡Del mar! Es un túnel muy empinado, casi como una bajada de tobogán, y al final sales en el continente, justo enfrente de la isla.
Papi Edu encontró un sitio gratis para aparcar (¡es un genio!) y salimos a caminar. Enseguida llegamos a la Ishavskatedralen, la Catedral del Ártico. Es como una tienda de campaña gigante hecha de cristal y triángulos. Muy moderna y muy blanca. No entramos porque había que pagar y preferimos gastarnos los dineros en chuches (bueno, eso lo digo yo, pero seguro que mi papi lo pensó también).
Seguimos caminando y cruzamos a pata el Tromsøbrua, otro puente gigante por donde pasas por lo alto del mar, viendo barcos, casitas, montañas nevadas y hasta gaviotas saludando. ¡Con este solazo parecía verano!
El centro de Tromsø estaba lleno de obras (¡montones de ruidos y excavadoras, genial!), pero aún así pudimos verlo todo: la Catedral de Nuestra Señora de Tromsø (Vår Frue domkirke i Tromsø), que es una iglesia católica pequeñita y tranquila, muy diferente de las otras que hemos visto. Justo al lado está el ayuntamiento, un edificio gris y moderno donde seguro que los humanos importantes hacen reuniones muy serias. Y al otro lado de la plaza, el Rådstua Teaterhus, una casita de madera amarilla que parece un cuento, pero en realidad es un teatro con muchas actividades culturales. ¡Ojalá hicieran obras para perros! También vimos la Catedral de Tromsø, que es de madera y tiene un campanario chulísimo; el Polaria, que parece un grupo de bloques de hielo volcados, y el MS Polstjerna, un barco grandote que cazaba focas hace años y ahora está bajo una cúpula de cristal. No entramos a nada, pero lo vimos todo por fuera con mis ojazos de sabueso experto.
Después de muchas horas de paseo y olfateos, volvimos por el puente al coche y nos alejamos de la ciudad. Condujimos casi 100 kilómetros (yo dormí un rato, para ser sincero) hasta encontrar un sitio perfecto para dormir: un llano solitario junto a un fiordo llamado Lyngen. Hay una mesa de picnic, césped para correr y ni un alma a la vista. Silencio total. ¡Guau!
Y por si fuera poco… ¡Papi Edu se metió en el mar! El agua era muy poco profunda y estaba bastante templada. Yo lo miraba desde la orilla con cara de: “¿Pero tú estás loco o qué?” Aunque la verdad… tenía buena pinta. Quizás mañana me atrevo.
Ahora toca cena, mimos y sueños perrunos.
¡Hasta la próxima aventura!
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