Día 109

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Preikestolen 🇳🇴 Noruega [SD]
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Hoy tocaba madrugar. Bueno, madrugar según nuestro reloj canino-humano: a las nueve. Ya sé que algunos pensaréis que eso no es ni madrugar ni nada, pero para mí levantar la oreja antes de que el sol me caliente la tripita ya es un sacrificio.

El plan era claro: llegar a Preikestolen antes de que se llenara de turistas como un chiringuito en agosto. A las diez: coche en marcha, y luego apenas media horita hasta el famoso aparcamiento. Y ahí empezó el primer drama: ¡250 coronas noruegas por dejar el coche ahí plantado! Que vienen a ser casi 23 eurazos. Vamos, que ni hueso de dinosaurio de coleccionista me costaría tanto. Menos mal que papi Edu tiene más maña que ratón en quesería: seguimos bajando por la carretera, pasamos la primera señal de "prohibido aparcar" y ¡zas! Encontramos un caminito de tierra perfecto para dejar nuestro cochazo. Solo 20 minutos caminando de vuelta al aparcamiento, que para mis patitas de explorador profesional es pan comido.

El sendero empieza a unos cientos de metros del aparcamiento, pero el camino hasta llegar a Preikestolen es una buena caminata. Y cuando digo buena caminata quiero decir exactamente eso: ¡aquello parecía la Calle Sierpes en Navidad! Intentar andar a nuestro ritmo era imposible. Gente parada en mitad del camino haciéndose selfies, mochilas bloqueando el paso, niños gritando como si acabaran de ver a Mickey Mouse en persona... Yo esquivaba piernas como en una partida de Twister.

Después de un rato de esquivar, saltar, frenar y refunfuñar, llegamos a Preikestolen. ¿Qué os puedo decir? El sitio es espectacular, sí. Una roca gigante colgada sobre un fiordo de esos de postal, el agua azulísima, los acantilados cortados a cuchillo. Pero también había tanta gente que casi había que sacar número para asomarse al borde. Picnic aquí, gritos allá, risas por todos lados. Una especie de festival sin música (aunque tampoco habría desentonado un DJ).

Papi Edu hizo las fotos de rigor, un par de vídeos, y yo posando como una estrella aunque por dentro solo quería salir pitando de allí. Y eso hicimos: bajamos a toda mecha, adelantando a todo el mundo como si estuviéramos en las olimpiadas de senderismo. A las tres ya estábamos de vuelta en el coche, sanos, salvos y con las patas hechas puré.

Luego seguimos bordeando la costa en coche. Las carreteras son tan bonitas que casi me da pena no poder conducir yo mismo: fiordos por aquí, lagos por allá, casitas de colores como sacadas de un cuento. Hicimos una parada en Tau, donde papi Edu decidió enfrentarse a su primer supermercado noruego. Entró valiente en el Rema 1000, pero salió pálido. Según me contó (en nuestro lenguaje secreto de miradas y patitas) los precios son literalmente el doble que en España. ¡Un simple trozo de queso cuesta como una cena de gala en Madrid!

Seguimos media horita más en coche, y sin mucho esfuerzo encontramos un lugar adecuado para dormir. Algo de tráfico se oye porque estamos pegaditos a una carreterita, pero pasan menos coches que caracoles en huelga.

El sitio ya tenía vida: una autocaravana con una pareja jovencita, que no decían ni pío (seguro que se comunicaban por telepatía), y una cámper de una familia francesa. Estaban haciendo una barbacoa que olía que alimentaba... literalmente. Y después de cenar, las dos niñas y su padre vinieron a preguntar si yo podía probar un poco de carne. ¿¡Cómo iba a decir que no!? Mi olfato ya les había dado el sí mucho antes de que papi Edu pudiera articular palabra.

Entre mordisco y mordisco, acabé jugando un buen rato con las niñas, correteando, saltando y enseñándoles cómo se hace el auténtico "movimiento de cadera ratonero". Papi Edu estuvo charlando con los padres, enseñándoles nuestra cámper y viendo su furgoneta. Hablaban una mezcla de francés, inglés, y lenguaje de gestos nivel experto.

La noche cayó, o mejor dicho, no cayó del todo. A las 12 salimos a hacer el último pipí (y popó, que todo hay que decirlo), y todavía había bastante luz. Nada de linternas, aquí en Noruega la noche es tan tímida que ni se atreve a aparecer del todo.

Así terminó nuestro día: patas cansadas, barriga llena de barbacoa y corazón contento. Aunque la Preikestolen nos dejara sentimientos encontrados, este tipo de tardes —con niños, juegos y amigos improvisados— son las que guardo en mi pequeño archivo de recuerdos felices. Y como buen ratonero bodeguero, ¡yo nunca olvido una buena aventura!

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