Después de la paliza de ayer subiendo al Kjeragbolten (que casi dejo a papi Edu tirado en el camino, y eso que él tiene patas más largas), hoy tocaba tomárselo con calma. El sitio donde habíamos dormido era perfecto: tranquilo, íntimo y con el sol dando en la puerta. Vamos, el resort de cinco huesos que todo perro merece. Yo necesitaba descansar y papi Edu tampoco se hacía el duro, que después de la caminata de ayer caminaba como si llevara herraduras.
Pasamos casi toda la mañana allí, tumbados, olisqueando el aire, mirando cómo las nubes hacían dibujitos raros en el cielo. Un planazo. Pero claro, la barriga empieza a rugir y los neumáticos también piden carretera. Así que ya pasado el mediodía nos pusimos en marcha.
Eso sí, para avanzar tuvimos que volver por la misma ruta de ayer, porque la carretera desde Stavanger hasta Kjerag no sigue más allá. Era como esos caminos que huelen bien pero acaban en un seto: mucha promesa, poca salida.
Condujimos una horita. Yo iba en mi trono trasero, controlando todo, como siempre. Paramos para comer algo rapidito, lo justo para no convertirnos en perros rabiosos (literalmente en mi caso, y metafóricamente en el de papi). Luego volvimos a rodar, pasando otra vez por Oltedal, y desde allí tiramos hacia el norte.
En Lauvvik, emoción máxima: cogimos el primer ferry de nuestra aventura noruega para cruzar el fiordo Lysefjorden hasta Oanes. ¡Un barco gigante donde los coches se suben como si fueran cachorros siguiendo a la mamá! Yo, por supuesto, estuve atento a todo, oliendo el viento marino como un lobo vikingo en busca de nuevas tierras.
Desde Oanes seguimos bordeando el Lysefjorden por carretera hasta llegar a un sitio llamado Hollesli rasteplass. Hay un mirador espectacular donde papi Edu y yo nos hicimos unos selfis de postal. Si no nos ficha una revista de viajes después de eso, no sé qué más quieren.
Ya estábamos cerca del Preikestolen (El Púlpito), que por lo visto es la atracción número uno de Noruega. Y madre mía, se notaba: autocaravanas por todas partes, como si fuera el Black Friday de los turistas sobre ruedas. Papi Edu ya se olía que encontrar un sitio para dormir allí sería misión imposible, y no tiene ni nariz de perro, imaginaos.
Así que plan B: buscar una carretera en el otro lado de la península, donde el tráfico era más escaso que las croquetas en mi cuenco. Pero hasta los sitios recomendados en Park4Night estaban llenos. ¿Desesperación? ¡Nunca! Papi Edu sacó su instinto explorador y encontramos un lugar que ni Google sabía que existía: en un bosque, metiéndonos marcha atrás por un caminito entre árboles, a unos 50 metros de la carretera.
Aquí estamos. Solos, rodeados de verde, con intimidad suficiente para tomar el sol a lo lagarto. Llegamos antes de las cinco de la tarde, así que teníamos horas de luz para vaguear a gusto. Yo me tiré panza arriba en el césped y juraría que hasta papi Edu ronroneó un poquito al estirarse en su silla.
Hoy vamos a caer rendidos como piedras en un saco. Y tan a gusto.
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