Skanderborg - Aarhus
Día 98
No todos los días empiezan con un susto que no pasa. Dormimos en plena naturaleza cerca de Skanderborg, y yo, francamente, estaba preparado para oír sirenas o ver linternas brillando entre los arbustos. Porque aquí, oficialmente, no se puede pernoctar por libre. Pero no. Ni un alma. Solo búhos, un silencio de los que gustan y un descanso de los que curan.
Por la mañana, papi Edu arrancó el coche y, tras una hora exacta de curvas, árboles y algún que otro ciervo curioso, aparcamos en Aarhus. Área de autocaravanas gratuita, junto al mar, con límite de 24 horas. Legal, sí. Tranquila, no tanto: estaba llena de otras autocaravanas buscando lo mismo que nosotros.
Nada más poner las patas en el asfalto, ya íbamos directos a lo que yo habría evitado a toda costa: el veterinario. Resulta que para entrar en Noruega, uno no puede ser simplemente guapo, simpático y limpio. No. Hay que tragarse una pastilla antiparasitaria delante de un veterinario, y que lo anoten en el pasaporte. Muy oficial todo.
Yo ya notaba que algo raro pasaba cuando la asistenta apareció con un cuenco lleno de comida perruna (no era pienso, pero tampoco gourmet). Me puse en modo "perro invisible". Pero papi Edu, con la eficiencia de un ninja y la dulzura de un verdugo, me la metió por la garganta. Así, sin piedad. Y zas: casi 67 euros para esto. Dinamarca va sumando puntos en la categoría de “bonita pero cara”.
Con la humillación oficialmente sellada en mi pasaporte, caminamos hasta el Den Gamle By ("La Ciudad Vieja"), un museo al aire libre que recrea cómo era la vida urbana en Dinamarca hace siglos. Y cuando digo siglos, hablo del siglo XVI al XX. Calles empedradas, carros de caballos, tiendas antiguas, panaderías con olor a canela, y hasta una gasolinera de los años 30. Pude entrar con mi papi por todo el recinto, menos en los edificios, donde parece que los humanos se ponen nerviosos si un perro ve sus vitrinas. Todo muy pintoresco, aunque no apto para bolsillos sensibles: la entrada costaba más de 26 euros por humano. Pero oye, nos quedamos hasta que nos echaron, como buenos andaluces conquistando tierras vikingas.
Después, con las patas cansadas y el cerebro lleno de siglos, nos dejamos llevar por la ciudad. Aarhus es una mezcla bonita de lo moderno y lo antiguo. En el puerto vimos el Pakhus 13, un antiguo almacén portuario de ladrillo rojo reconvertido en espacio cultural y de oficinas, con un aire industrial muy chulo. Al lado está Toldboden, un edificio elegante que antes era la aduana y ahora parece sacado de una peli de espías escandinavos: clásico por fuera, funcional por dentro. Y un poco más allá, el moderno Incuba-Navitas, un centro de innovación lleno de cristal y esquinas imposibles donde se cuecen ideas de futuro (y probablemente cafés muy caros).
Y un detalle gracioso que observamos: los semáforos para peatones tienen muñequitos vikingos. Sí, sí, cascos y escudos incluidos. Así da gusto esperar a que se ponga en verde.
Al final del día, cuando ya olía a cena y a sueños, volvimos caminando lentamente a la cámper. Una última mirada al mar, un bostezo largo y profundo, y una cena reparadora. Yo ya ni me acordaba de la pastilla. Bueno… casi.
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