Después de una noche sin ruidos, sin ovejas tocapelotas ni tractores con intenciones dudosas, nos despertamos tardísimo, como a las diez. Entre el cansancio del día anterior y el bajón emocional, necesitábamos un arranque lento. El cielo se había puesto gris, con viento y alguna gotita despistada, como si también él estuviera un poco decepcionado con la hospitalidad camper del norte escocés.
Porque sí, estábamos un poco desanimados. Lo que vimos ayer —ruedas gigantes bloqueando caminos, carteles de prohibición por todas partes, y comentarios de Park4Night dignos de un thriller rural— nos dejó con la sensación de que los campers no somos del todo bienvenidos por aquí. Y Escocia, con lo majos que son en general… nos esperábamos otra cosa.
Pero bueno, la vida sigue. Papi Edu se puso a actualizar el blog, subir fotos, tomar café con calma, mientras yo aprovechaba para dormir un poco más y acurrucarme contra su pierna. Y cuando ya se nos estaba quedando pequeña la camper (de tanto estar dentro), salimos a dar un paseo por el parque que rodea el aparcamiento. Nada del otro mundo, pero suficiente para despejarnos la cabeza y que yo estirara las patas.
Sobre las tres cogimos el coche. En unos 20 minutos llegamos a Castletown, donde anoche ya habíamos pasado con el coche. Habíamos visto un aparcamiento frente al mar que en Park4Night marcaban como prohibido para pernoctar, pero ahora no había ni rastro de señales de prohibición. Aparcamos sin intención de dormir allí, solo para explorar un poco.
La playa de Castletown es larga, de arena fina, con vistas amplias al mar grisáceo y viento que parece tener prisa. Dimos un paseo agradable y luego empezamos el recorrido por el Flagstone Trail, un sendero que recorre la memoria de la industria de piedra de la zona.
Flagstone es una piedra plana que durante el siglo XIX y principios del XX se usaba para pavimentar calles por todo el mundo. En Castletown había una gran cantera y una industria próspera de corte, pulido y exportación de estas losas. Hoy queda poco más que ruinas: paredes a medio caer, antiguos almacenes, canales de carga... pero todo está bien explicado con paneles, y tiene ese encanto de los lugares donde la naturaleza está reclamando lo que fue suyo. Un paseo entre historia y silencio, con el olor del mar como guía.
Después de casi una hora, cogimos el coche otra vez y nos dirigimos a Thurso, pero no al centro sino a un polígono industrial donde hay una lavandería automática. Ya tocaba: llevábamos casi cuatro semanas acumulando ropa, y la camper empezaba a oler como si yo hubiera escondido un hueso bajo la cama.
La lavandería, por cierto, es de las mejores que hemos visto en años: limpia, moderna, con máquinas potentes, y lo mejor, podíamos aparcar justo delante. Mientras las lavadoras giraban y giraban, nosotros comimos en la camper. Bueno, no sé si llamarlo comida o cena tardía: eran casi las seis.
A las siete apareció una señora simpatiquísima, que vino a limpiar y cerrar. Habló con papi Edu y, lo más importante, me dio un chuche. Gente así debería gobernar el mundo.
Luego hicimos una última parada logística: una gasolinera cerca del centro de Thurso, donde echamos un poco de diésel (solo para no quedarnos tirados), pero sobre todo rellenamos el depósito de agua, que ya andaba seco como una galleta de arroz. Eran ya casi las ocho, así que tocaba buscar un sitio para dormir.
Nos fuimos rumbo oeste, hacia Strathy, por carreteras cada vez más estrechas y con menos tráfico. Encontramos un pequeño aparcamiento con vistas al mar, donde ya había dos campers más. Y, sorpresa, sin señales de prohibición. Nos instalamos en el tercer hueco como si lleváramos aquí toda la vida.
Las vistas son amplias, se escucha el mar entre ráfagas de viento, y todo transmite una calma que necesitábamos como agua en el cuenco. Mañana ya veremos dónde seguimos, pero hoy, tocaba simplemente estar.
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